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La Nube es el trastero definitivo, espacioso y sin humedades

Tomas Gonzalez

Amo la Nube. Espacio para todas mis cosas inútiles, sin límite.
Adoro guardar todas mis cosas en la Nube. Es la única forma de superar mi autodestruciva tendencia a perderlo todo. Me cabe cualquier cosa, no tengo que borrar contenido que años después echare de menos y, sobre todo, mis documentos más preciados están seguros... puesto que no están en mis manos. 

En los tiempos oscuros, cuando la celulosa y sus derivados campaban a sus anchas por mi caótico escritorio, muchos fueron los documentos que desaparecieron. Familias enteras de recortes, papeles, recuerdos, documentación... se desvanecían de repente sin hacer ruido, sin dejar rastro. Inútil preguntar, nadie sabía nada, nadie había visto nada.

Fueron días aciagos en los que algunos post-it, muy queridos para mi, desaparecieron de mi mesa. Algunos me dijeron que los vieron partir, que se habían ido en busca de escritorios más ordenados, muebles más despejados donde las leyendas dice que hay sitio y se limpia el polvo con frecuencia. Pero jamás lo creí. Ellos no me dejarían. Lo sé, terminaron en la basura, por el mero hecho de resultar incómodos para el régimen dominante. El de la abuela y su implacable bayeta atrapatodo.

Pronto me di cuenta de que los discos duros, copias de respaldo en CD, etc., estaban condenados a desaparecer. Cuando convives con una mujer como la abuela –con un radical celo por el orden y la limpieza– que es capaz de (caso verídico) meter en la lavadora la alfombrilla del ratón para erradicar cualquier rastro de mugre, todo lo tuyo está condenado a perderse en el tiempo. Todo. Como lágrimas en la lluvia, o en el cubo de la basura, lo que antes ocurra.

Todas tus cosas están condenadas a perderse en el tiempo

Así que creí ver la solución en una red doméstica. Allí estará todo a buen recaudo, me decía. Enchufado a una regleta, almacenando mis valiosos bits y permitiéndome acceder remotamente cuando y desde donde quisiera. Un plan brillante en líneas generales, pero con lagunas importantes. 

Por ejemplo, cuando mis hijos activan su temible “modo ardilla” y comienzan a saltar entre los muebles del salón, llevándose todo por delante. O bien uno de los espectaculares combos de aspiradora de la abuela, combinaciones que involucran centenares de músculos y huesos entrando en acción al mismo tiempo y que arrasan con telarañas, migas y cables en un único y letal movimiento. El peligro para mis cosas estaba ahí, siempre.

En la Nube guardo lo más valioso junto a lo más inservible

Pero ahora vivo en una Nube. Y qué bien se vive allí, diantres. Toda la porquería que quieras, todo lo que no te dejan guardar físicamente en casa, allí está seguro y disponible desde cualquier dispositivo y rincón del planeta. Se me saltan las lágrimas solo de pensarlo.

En la Nube guardo lo más valioso junto a lo más inservible. Aquello que consulto a diario convive con lo que jamás veo ni veré, aunque lo haya almacenado all’ “por si un día...”. Puede que un día le de a la NSA por entrar allí para comprobar que no preparo alguna acción que pueda inquietar al pueblo norteamericano. No me importa, total, solo van a encontrar recetas para la panificadora, apuntes obsoletos, imágenes tontas que me llamaron la atención hace veinte años... se van a ir dos minutos después de haber entrado.

Y también sé que el cloud computing tiene más ventajas, todas de fuste. Sí, es seguro. Sí, ahorros de costes en hardware y software enormes. Sí, es escalable. Todo muy cierto. Pero todo eso palidece ante una ventaja mayor. Mis datos, mis documentos, mi basura... están fuera del alcance de la abuela por mucho que patrulle con la aspiradora por las esquinas de casa. No hay dinero que pague eso.

En mi Nube virtual, blandita y acogedora, mis post-it con notas inútiles vivirán conmigo felices. Ellos y yo, juntos para siempre.

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