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Minecraft y otros éxitos difíciles de explicar

Tomas Gonzalez

Minecraft y otros éxitos igual de extraños e inexplicables

Imaginemos la conversación que Markus Persson, preclaro creador de Minecraft, tuvo con sus colegas en un garito cualquiera hace seis años: “Tíos, estoy terminando un juego que será la bomba."

"¡Qué bueno! Cuéntanos, Markus, tío. Pues se trata de un personaje compuesto por una veintena de cubos MUY pixelados que se mueve por un mundo de cubos MUY pixelados entre ovejas, cerdos y alguna que otra criatura malencarada. MUY pixeladas." 

"Sin argumento, ni final, ni objetivos que vayan más allá de construirte una casita resultona donde esconderte por las noches de los píxeles con malas intenciones. ¿Qué os parece?”. "Esto... er... muy interesante, Markus, seguro que lo petas", le dijeron los colegas aguantando la risa como podían.

Y mira, resulta que lo petó. Hace unos meses, el estreno de Minecraft para Windows Phone, una de las pocas plataformas que aún esperaban por una versión, me hizo volver a saborear el juego en su versión Pocket. Y, contra todo pronóstico, volví a disfrutarlo.

Años después, el tiempo y las actualizaciones han añadido mil posibilidades al sandbox de cubos de Markus junto a mayores resoluciones, nuevos modos de juego y, sobre todo, millones de jugadores entusiastas de este curioso y aparentemente aburrido –pero terriblemente adictivo si te descuidas una tarde tonta– LEGO.

Un buen puñado de horas después y miles de cubos tras de mi, me doy cuenta de que la genialidad de Minecraft ha radicado en presentar un juego poco hecho, apenas pasado por la sartén. Listo para que cualquier cocinillas le agregue sus especias, le dé el punto de cocción y lo emplate como si fuera la receta estrella de la familia.

Y como en el mundo de los videojuegos sobra creatividad, entusiasmo y tiempo libre –jugadores solteros y estudiantes ociosos, yo os maldigo– lo que empezó como un juego en versión Alpha a medio hacer, se convirtió en un superventas que acabó por desembocar en la insaciable buchaca de Microsoft.

Así que finalmente sí he conseguido entender el éxito de este mundo de bloques feo pero infinitamente maleable, que recibió con los brazos abiertos oleadas de modificaciones y creaciones de una comunidad que, aún hoy, no para de apilar cubos e ideas. Quién lo hubiera dicho.

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El ser humano medio es veleidoso, impredecible y -por lo general- de naturaleza bovina. Por eso hace tiempo que resolví no profetizar ni emitir juicios precoces sobre el éxito o el fracaso de un producto tecnológico.

Tal vez la puntilla que me haya proporcionado una revelación de este calibre sea ver las redes sociales y sus tendencias. Francamente, no entiendo nada y, a estas alturas, tampoco intento entender dónde radica el éxito de un post, un vídeo de YouTube o un meme.

No sé qué pasa por la mente de los usuarios de la Red. Me encantaría conocer la naturaleza humana como demostró en su día Joseph Conrad y otros grandes novelistas. Así podría separar de entre los trillones de petabytes de bobadas que pueblan Internet los megabytes que merecen la pena. 

Pero soy incapaz. Paseo por el ciberespacio y me encuentro con fenómenos y éxitos inexplicables. Cuentas que no comprendo por qué son tan populares, megustas que no me explico, contenidos auspiciados por legiones de entusiastas preparados para compartir los últimos memes con las últimas memeces. 

Desde los virales “Este señor se iba a sacar un moco pero jamás olvidará lo que salió de su nariz” hasta los selfies más vergonzantes, las postalitas rubricadas con filosofía de baratillo o las iniciativas demagógicas... todos son auténticos enigmas para mi. Además de majaderías, eso sí que lo tengo claro.  

Por eso, la gran mayoría de las criaturas y bloques que habitan el mundo de las redes sociales me parecen más feas que los bloques de mi mundo de Minecraft. Y eso que mis bloques siguen pixelados, los malditos.

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